Los segregados defensores de la Ley
En los primeros días de octubre de 2010, un diario porteño publicó un comentario que decía no está bien que sea el ejército el que tenga a su cargo la seguridad pública, puesto que es la policía la que conoce bien de qué forma actúan los ladrones
Ciertamente, el ejército había asumido el control de la seguridad pública del Ecuador, como consecuencia del jueves 30 de septiembre pasado, cuando las mayorías ciudadanas vivieron horas de verdadera zozobra ante el intento de magnicidio, golpe de Estado y abandono de sus más vitales responsabilidades por parte de la Policía Nacional del Ecuador.
Obviando a contados buenos oficiales de policía y personal de tropa que he conocido honestos custodios de sus lemas Valor, Disciplina, Lealtad, Orden y Seguridad Social- a lo largo de gran parte de mis 53 años de edad, algunos elementos de la policía de Migración, Tránsito y control urbano me han hecho vivir en carne propia una serie de inolvidables improperios, abusos e ironías. Además he visto, personalmente, a policías en servicio y uniforme borrachos orinando en la vía pública, empinando el codo en días de censos y comicios, tranzando con vendedores de droga en las calles, extorsionando a prostitutas y turistas, sustrayéndose objetos personales en la habitación de un amigo fallecido, acosando jovencitas desde sus vehículos patrulleros, armando farra a todo volumen en tranquilos vecindarios ¿Contracultura o decadencia? Me he preguntado, ¿cuál es el caldo de cultivo del policía ecuatoriano promedio?
Ante la criminal y vergonzosa conducta de un grupúsculo de policías, demostrada hasta la saciedad ante el mundo el pasado jueves 30 de septiembre de 2010, en respuesta a los desatinados comentarios públicos de identificados periodistas y asambleístas, vertidos con el claro fin de manipular criterios a conveniencia de la postergada oligarquía, y puesto que en este país sí hubo conspiración e intento de golpe de Estado, me permitiré exponer a continuación unos puntos de análisis que espero pronto sean ampliados por algún sociólogo, antropólogo, jurista, director de higiene, psicólogo, genetista o asistente social:
Desde una infancia vivida entre insalubridad y trágica promiscuidad, escuelas distantes para educarse, vagando en campos de labranza, potreros o tristes oficios callejeros, aquel infortunado niño llegará a una adolescencia marcada por la violencia intrafamiliar, deserción escolar, holgazanería, burdeles y cantinas. De allí, con un alma envilecida por la ignorancia, frustración y miseria, racismo y desesperación, el joven desempleado tendrá dos opciones, elegir ser carne de presidio o policía. Y si con suerte alcanzó a ir algo más allá de su bachillerato, oficial de policía.
Resulta durísimo, ¡terrible!, aceptar que en este país casi todos los policías que eligen ese oficio lo hacen -más que por temperamento o vocación- por escapar de la pobreza, el hambre y la delincuencia. Con esos antecedentes, una gran mayoría de oficiales y tropa policial han ingresado al cuartel a sabiendas que de entrada le espera un rapaz entrenamiento cargado de duros castigos y humillaciones. Superado este amargo periodo, pasará a una carrera de servicio público que lo abrirá a diversos ámbitos siempre cargados de desconfianza generalizada e indescriptible corrupción, los que -si logra manejarlos sagazmente, en el aséptico sentido de la palabra- contribuirán a que pueda redondear el sueldo para asegurar su futuro y el de su familia. La resentida tropa manejará sus arreglos en oscuros callejones, calles y zaguanes; la privilegiada oficialidad lo hará en radiantes hoteles, clubes sociales y despachos privados. Pero ahí no terminará la rapiña; en una suerte de canibalismo castrense, la intocable cúpula policial no dejará de someter y humillar continuamente a sus subalternos, a más de irrespetar a su antojo los reglamentos internos y derechos a los que por ley éstos últimos son acreedores.
El inframundo tiene sus propios métodos para mantenerse activo. Teje redes clandestinas de permanente extorsión, chivatería y conjura, información que se galvaniza, se intercambia y contacta cotidianamente con el ámbito policial. Así, ambos círculos se adaptan y se adoptan. Necesaria e indistintamente; con su innata capacidad para herir, matar, secuestrar o desaparecer. Ello, sumado a la agresividad, degradación de espíritu y personalidad del subgrupo delincuencial que integra y/o que rodea al policía, hará que su espíritu de cuerpo se sustente en la forzosa aceptación de hacer la vista gorda ante los latrocinios de sus camaradas y superiores.
Los malandrines inventan palabras para describir emociones que no experimentan, crean imágenes que no imaginan, procesan ideas que no comprenden; y ser policía en el Ecuador, ¡nada envidiable tarea!, significará aprender a compartir ambos umbrales. El agente tendrá que luchar de sol a sol por saber dónde está el agravio y no agraviar, especializándose en dominar términos, tácticas y vericuetos del bajo mundo para cumplir a cabalidad con su misión. Mezclarse en cuerpo y alma con los verdaderos profesionales del delito convierte a algunos policías -en detrimento de la verdadera ley y el orden- en tecnólogos del crimen, la infamia y la coartada. En jerarcas de la impunidad.
El ladrón teme al policía, pero lo burla. El policía teme al escrutinio de la sociedad civil, pero lo burla. De ahí que, dada la simbiosis, el mal policía está permanentemente en guardia y acechanza contra todo aquel que considere distinto a su identidad formal. Y no es capaz de disimular su resentimiento social, grosería, brutalidad, cínica desvergüenza, inclinación a la obscenidad y alcoholismo.
Durante esas nefastas horas de fin de septiembre -mientras el pueblo era reprimido a sangre y fuego y los francotiradores policiales se tomaban las terrazas y puntos estratégicos del Hospital donde retenían al Presidente, los comercios eran saqueados y los choros ejercían su ley a voluntad en las calles- vino a mi memoria una reflexión de Gregorio Marañón: La policía es uno de los pisos fundamentales del Estado. La eficacia global de un país se puede medir por la eficacia de su policía. Se puede vivir sin ejército, sin organismos sociales o legislativos, mas no sin policía.
Aquel jueves, cuando el Ecuador se quedó sin policía, llegamos a un punto crucial: el pueblo terminó de cavar la inmensa zanja que lo separaba de una ya desprestigiada policía y, adicionalmente, la policía y el ejército convirtieron a su antiguo rencor en un deseo de venganza que si el Estado no toma las riendas con firmeza- tarde o temprano reventará. Y esas riendas deberán contar con las bridas y correajes de mejor templanza, pues de ellas dependerá la vida e integridad personal del presidente Correa y, de suyo, de nuestra amada patria y la Revolución Ciudadana. Se ha hecho necesaria la completa reconstrucción del pensamiento en todos los espacios donde se cultivan militares y policías ecuatorianos para el ejercicio de su labor. No permitamos que esos buenos agentes de la ley, excelentes personas algunos, ¡y que sí los hay!, caigan en la maraña corrupta y sediciosa por la que discurren sus ominosos compañeros.
La sumisión por humillación y continuo maltrato, junto a la pereza neuronal y rapiña institucional, desembocan en escatimar el más básico acopio imaginativo. De allí que esos deleznables policías fueran tan fácilmente desorientados y pervertidos por la cizaña politiquera.
Aquel jueves 30 de septiembre de 2010, en desigual combate, los policías se lanzaron primero contra el Presidente de la República y enseguida contra los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos indefensos que se volcaron a las calles para evitar un hecho que hubiese hundido al Ecuador en el más desastroso caos y distanciado del proceso de unidad latinoamericana que muchos ansiamos consolidar. Y lo más repulsivo aún, algo que jamás podrá olvidarse ni perdonar: cobardemente parapetados tras improvisadas capuchas y pasamontañas, exhibieron al mundo entero como hacían suya toda la inventiva utilizada por los hampones que supuestamente es su deber anular, basureando de esa forma a sus propios principios de Valor, Disciplina y Lealtad y volverse contra su propio pueblo, el mismo pueblo al que una vez juraron Servir y Proteger.
Obviando a contados buenos oficiales de policía y personal de tropa que he conocido honestos custodios de sus lemas Valor, Disciplina, Lealtad, Orden y Seguridad Social- a lo largo de gran parte de mis 53 años de edad, algunos elementos de la policía de Migración, Tránsito y control urbano me han hecho vivir en carne propia una serie de inolvidables improperios, abusos e ironías. Además he visto, personalmente, a policías en servicio y uniforme borrachos orinando en la vía pública, empinando el codo en días de censos y comicios, tranzando con vendedores de droga en las calles, extorsionando a prostitutas y turistas, sustrayéndose objetos personales en la habitación de un amigo fallecido, acosando jovencitas desde sus vehículos patrulleros, armando farra a todo volumen en tranquilos vecindarios ¿Contracultura o decadencia? Me he preguntado, ¿cuál es el caldo de cultivo del policía ecuatoriano promedio?
Ante la criminal y vergonzosa conducta de un grupúsculo de policías, demostrada hasta la saciedad ante el mundo el pasado jueves 30 de septiembre de 2010, en respuesta a los desatinados comentarios públicos de identificados periodistas y asambleístas, vertidos con el claro fin de manipular criterios a conveniencia de la postergada oligarquía, y puesto que en este país sí hubo conspiración e intento de golpe de Estado, me permitiré exponer a continuación unos puntos de análisis que espero pronto sean ampliados por algún sociólogo, antropólogo, jurista, director de higiene, psicólogo, genetista o asistente social:
Desde una infancia vivida entre insalubridad y trágica promiscuidad, escuelas distantes para educarse, vagando en campos de labranza, potreros o tristes oficios callejeros, aquel infortunado niño llegará a una adolescencia marcada por la violencia intrafamiliar, deserción escolar, holgazanería, burdeles y cantinas. De allí, con un alma envilecida por la ignorancia, frustración y miseria, racismo y desesperación, el joven desempleado tendrá dos opciones, elegir ser carne de presidio o policía. Y si con suerte alcanzó a ir algo más allá de su bachillerato, oficial de policía.
Resulta durísimo, ¡terrible!, aceptar que en este país casi todos los policías que eligen ese oficio lo hacen -más que por temperamento o vocación- por escapar de la pobreza, el hambre y la delincuencia. Con esos antecedentes, una gran mayoría de oficiales y tropa policial han ingresado al cuartel a sabiendas que de entrada le espera un rapaz entrenamiento cargado de duros castigos y humillaciones. Superado este amargo periodo, pasará a una carrera de servicio público que lo abrirá a diversos ámbitos siempre cargados de desconfianza generalizada e indescriptible corrupción, los que -si logra manejarlos sagazmente, en el aséptico sentido de la palabra- contribuirán a que pueda redondear el sueldo para asegurar su futuro y el de su familia. La resentida tropa manejará sus arreglos en oscuros callejones, calles y zaguanes; la privilegiada oficialidad lo hará en radiantes hoteles, clubes sociales y despachos privados. Pero ahí no terminará la rapiña; en una suerte de canibalismo castrense, la intocable cúpula policial no dejará de someter y humillar continuamente a sus subalternos, a más de irrespetar a su antojo los reglamentos internos y derechos a los que por ley éstos últimos son acreedores.
El inframundo tiene sus propios métodos para mantenerse activo. Teje redes clandestinas de permanente extorsión, chivatería y conjura, información que se galvaniza, se intercambia y contacta cotidianamente con el ámbito policial. Así, ambos círculos se adaptan y se adoptan. Necesaria e indistintamente; con su innata capacidad para herir, matar, secuestrar o desaparecer. Ello, sumado a la agresividad, degradación de espíritu y personalidad del subgrupo delincuencial que integra y/o que rodea al policía, hará que su espíritu de cuerpo se sustente en la forzosa aceptación de hacer la vista gorda ante los latrocinios de sus camaradas y superiores.
Los malandrines inventan palabras para describir emociones que no experimentan, crean imágenes que no imaginan, procesan ideas que no comprenden; y ser policía en el Ecuador, ¡nada envidiable tarea!, significará aprender a compartir ambos umbrales. El agente tendrá que luchar de sol a sol por saber dónde está el agravio y no agraviar, especializándose en dominar términos, tácticas y vericuetos del bajo mundo para cumplir a cabalidad con su misión. Mezclarse en cuerpo y alma con los verdaderos profesionales del delito convierte a algunos policías -en detrimento de la verdadera ley y el orden- en tecnólogos del crimen, la infamia y la coartada. En jerarcas de la impunidad.
El ladrón teme al policía, pero lo burla. El policía teme al escrutinio de la sociedad civil, pero lo burla. De ahí que, dada la simbiosis, el mal policía está permanentemente en guardia y acechanza contra todo aquel que considere distinto a su identidad formal. Y no es capaz de disimular su resentimiento social, grosería, brutalidad, cínica desvergüenza, inclinación a la obscenidad y alcoholismo.
Durante esas nefastas horas de fin de septiembre -mientras el pueblo era reprimido a sangre y fuego y los francotiradores policiales se tomaban las terrazas y puntos estratégicos del Hospital donde retenían al Presidente, los comercios eran saqueados y los choros ejercían su ley a voluntad en las calles- vino a mi memoria una reflexión de Gregorio Marañón: La policía es uno de los pisos fundamentales del Estado. La eficacia global de un país se puede medir por la eficacia de su policía. Se puede vivir sin ejército, sin organismos sociales o legislativos, mas no sin policía.
Aquel jueves, cuando el Ecuador se quedó sin policía, llegamos a un punto crucial: el pueblo terminó de cavar la inmensa zanja que lo separaba de una ya desprestigiada policía y, adicionalmente, la policía y el ejército convirtieron a su antiguo rencor en un deseo de venganza que si el Estado no toma las riendas con firmeza- tarde o temprano reventará. Y esas riendas deberán contar con las bridas y correajes de mejor templanza, pues de ellas dependerá la vida e integridad personal del presidente Correa y, de suyo, de nuestra amada patria y la Revolución Ciudadana. Se ha hecho necesaria la completa reconstrucción del pensamiento en todos los espacios donde se cultivan militares y policías ecuatorianos para el ejercicio de su labor. No permitamos que esos buenos agentes de la ley, excelentes personas algunos, ¡y que sí los hay!, caigan en la maraña corrupta y sediciosa por la que discurren sus ominosos compañeros.
La sumisión por humillación y continuo maltrato, junto a la pereza neuronal y rapiña institucional, desembocan en escatimar el más básico acopio imaginativo. De allí que esos deleznables policías fueran tan fácilmente desorientados y pervertidos por la cizaña politiquera.
Aquel jueves 30 de septiembre de 2010, en desigual combate, los policías se lanzaron primero contra el Presidente de la República y enseguida contra los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos indefensos que se volcaron a las calles para evitar un hecho que hubiese hundido al Ecuador en el más desastroso caos y distanciado del proceso de unidad latinoamericana que muchos ansiamos consolidar. Y lo más repulsivo aún, algo que jamás podrá olvidarse ni perdonar: cobardemente parapetados tras improvisadas capuchas y pasamontañas, exhibieron al mundo entero como hacían suya toda la inventiva utilizada por los hampones que supuestamente es su deber anular, basureando de esa forma a sus propios principios de Valor, Disciplina y Lealtad y volverse contra su propio pueblo, el mismo pueblo al que una vez juraron Servir y Proteger.
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